Por Juan Salinas* (Exclusivo para Télam)
Han pasado tantos años que el primer regreso se
confunde y empasta con el segundo, que arrancó de cuajo en Ezeiza las ilusiones
de tantos militantes hundiendo a los sobrevivientes en tal desasosiego que sólo
encontró verdadero consuelo 30 años después, cuando ya casi se habían
resignado.
Basta sin embargo ponerse a escudriñar los
polvorientos rincones de la memoria, a remover telarañas y a cotejar, acaso con
el auxilio de algún contemporáneo, la secuencia de los hechos que posibilitaron
el regreso de Juan Perón a la patria luego de más de 17 años de exilio y
proscripción, para reparar en que, entre aquél regreso y el otro, el plúmbeo y
definitivo, pasaron mucho más que siete meses: pasó raudo, pitando y sin
detenerse el tren de la historia.
Podría decirse que uno y otro retorno fueron el
día y la noche si no fuera porque paradójicamente en el primero diluvió y en el
segundo la tragedia se desarrolló bajo la luz del sol. El regreso de Perón fue
la culminación de un proceso vertiginoso, cuyo protagonista principal fue la
juventud peronista. Una juventud que a comienzos de 1972 era un caleidoscopio
de grupos diferenciados, pero cuya inmensa mayoría (acaso más del 80 por
ciento) se había unificado a fines de ese año en la Juventud Peronista “de las
regionales”, así llamada por estar geográficamente dividida en siete regionales
a lo largo y ancho del país.
Hubo otro polo de atracción, la Mesa del
Trasvasamiento Generacional, producto del maridaje entre el Frente Estudiantil
Nacional (FEN) Y Guardia de Hierro. Pero mientras hubo grupos que se fueron de
aquí para allá (como el Movimiento de Nueva Argentina de Dardo Cabo, jefe de
los muchachos que habían aterrizado en Malvinas en 1966) no los hubo que
saltaran de allá para aquí.
Por fin, hubo grupos que se mantuvieron al
margen de aquellos nucleamientos como el Comando de Organización de Alberto
Brito Lema (que giraría a la ultraderecha pero que aún así no colaboraría con
la dictadura) y el Encuadramiento de la Juventud Peronista, un grupo un tanto
esotérico en su ultraortodoxia (lo habían fundado ex trotskistas y utilizaba
una consigna de raigambre nazi: “Un pueblo, un líder, una doctrina”) al que el
resto del mundo llamaba “Los Demetrios” y cuyos jefes fueron asesinados por la
Triple A por motivos que todavía hoy permanecen en tinieblas.
Pero lo que unificó a toda la juventud peronista
fue la convicción de que Perón no amagaba sino que decía la cruda verdad al
proclamar la inminencia de su regreso. Así, mientras los veteranos políticos
del Partido Justicialista y los jefes sindicales se mosquearon cuando Perón
destituyó a Jorge Daniel Paladino como su delegado personal en Argentina y
nombró en su reemplazo a Héctor Cámpora; así como le retacearon a éste su
apoyo, la juventud peronista rodeó y arropó a Cámpora, contagiándole su
entusiasmo. Y mientras Cámpora y los pibes peronistas recorrían casa por casa,
ciudad por ciudad y provincia por provincia difundiendo la buena nueva bajo el
lema “Luche y vuelve”, el Partido Justicialista y las 62 Organizaciones de
raigambre vandorista hacían apenas lo meramente formal, ofendidas porque Perón
había nombrado al joven abogado nacionalista Juan Manuel Abal Medina (padre del
actual vicejefe de Gabinete) nada menos que secretario general del movimiento
peronista, y a Rodolfo Galimberti, principal dirigente de la Regional 1 de “la
gloriosa Jotapé”, representante juvenil en el consejo superior del mismo.
Peor habrían de ponerse cuando Perón,
virtualmente proscripto por el dictador, el general Alejandro Agustín Lanusse,
designara a Cámpora candidato a Presidente.
En aquellos tiempos en que no había televisión
en colores ni satelital, ni faxes ni celulares y menos aún internet, a los ojos
juveniles Perón era, en su chalet del suburbio madrileño de Puerta de Hierro
algo así como una réplica de Zeus en el Olimpo, digitando a los humanos e
impulsándolos en el incontenible avance hacia una suerte de socialismo. A fin
de acabar con la proscripción y obligar a los militares a conceder elecciones
libres, Perón había elogiado repetidamente a “las formaciones especiales”
(Montoneros y demás organizaciones guerrilleras peronistas) y a la “juventud
maravillosa”, a la vez que reclamaba el “copyright” del “socialismo nacional”.
La atracción solar de Perón, sumado a la lunar
de Montoneros y FAR (en cuya unión confluían las tradiciones heroicas del
sacerdote Camilo Torres y del médico Ernesto “Che” Guevara) produjeron una
marea extraordinaria que fructificó en “la gloriosa jotapé”. Una oleada que
semejó un tsunami y terminó no sólo trayendo a Perón sino también depositando a
Cámpora en la Casa Rosada.
Fue en el medio de esa ola incomparable (hay que
soñar una hipotética fusión, en términos perentorios, de los seguidores de los
Redonditos de Ricota, Los Piojos, La Renga, Divididos, Las Pelotas y otros grupos,
en una organización de índole social, para obtener una imagen remotamente
parecida) que Perón inició su retorno.
Lo hizo yendo a Roma, donde abordó un vuelo
charter de la estatal Alitalia junto a cien de sus partidarios más famosos,
aunque había excepciones, como el fascista y masón Licio Gelli, jefe de la
logia Propaganda-Due (que había maniobrado para que Perón abordara ese avión en
Fiumicino y no un jet de Iberia en Barajas) o un joven muy alto, Horacio Miguel
“Chacho” Pietragalla, quien sin hacer bambolla formó parte del contingente en
representación de Montoneros.
Para los jóvenes de entonces, que mezclábamos el
folclore con Manal, Almendra y Vox Dei, ir a buscar a nuestro líder era mucho,
muchísimo más convocante que cualquier Woodstock. Y los guerrilleros que con su
sacrificio (estaba fresca la sangre de los asesinatos en masa cometidos en la
base naval de Trelew) habían obligado a los militares a conceder elecciones,
héroes de mucha más envergadura que los también recientemente fallecidos Jimmy
Hendrix y Janis Joplin.
Fue así, en alegre romería, que marchamos sobre
Ezeiza. El resto es sabido: un inédito despliegue militar impidió en medio del
diluvio (que tuvo la virtud de impedir que se esparcieran debidamente los gases
de centenares de granadas) que llegáramos a Perón, a pesar de que, como en el
17 de Octubre, hubo quienes vadearon el río Matanza. Perón descendió protegido
por el paraguas de José Ignacio Rucci y se abrazó con Cámpora y Abal Medina. El
grupo caminó unos pasos hasta el Hotel de la aeroestación y quedó allí
virtualmente prisionero pues a veinte metros se instalaron dos soldados con una
ametralladora FN Mag apuntando a la puerta, con órdenes de tirar si Perón
pretendía salir de allí sin autorización.
Pero el General se pasó por el fondillo la
ametralladora y sus servidores y se dirigió en rauda caravana al chalet de la
calle Gaspar Campos, en Vicente López, que sus partidarios le habían comprado.
Como bien explica Juan Manuel Abal Medina (p)
aquél Perón estaba todavía en plenitud de sus facultades, lo que no podría
decirse luego de que en febrero próximo, sufriera un prolongado paro cardiaco
mientras era operado de la próstata en su consultorio barcelonés por el famoso
doctor Puigvert.
Sucedieron tres días de incontrolable carnaval
ante la estupefacción y desagrado de la mayoría de los vecinos de Perón, muchos
de los cuales optaron por marcharse a otras propiedades. Los manifestantes
reclamaban una y otra vez que Perón saliera a a saludar al balcón del chalet
mientras coreaban incansables “La Casa Rosada / cambió de dirección / está en
Vicente López / por orden de Perón”. Me recuerdo aporreando el bombo enfundado
en una camisa color caoba con un águila blanquiamarilla bordada en la espalda
que le había pedido prestada a un amigo que se la había comprado a indígenas en
Guatemala. Y recuerdo a muchos compañeros luego caídos y desaparecidos
brindando y brincando. Un asado en el jardín de un vecino generoso, y la enorme
cantidad de parejas que se conformaron en medio de tanta algarabía.
Recuerdo especialmente la llegada de las
abigarradas, compactas columnas de La Plata, de los militantes de la Federación
Universitaria por la Revolución Nacional (Furn) y de la Federación de
Agrupaciones Eva Perón (Faep). Llegaban cantando “La Plata / La Plata / Ciudad
Eva Perón…”. Y estoy seguro que allá, todavía cada uno por su lado, entre miles
de jóvenes, debían estar El Flaco Lupín y Cristina.
Lo que me sumerge de un bife en los insondables
misterios del amor. Amor por el pueblo que se corporizaba en su líder de
entonces, de aquel pacto que fructificó en su ansiada vuelta, del alegre
reconocimiento a quienes no nos han defraudado. La resurrección del soterrado
amor que creíamos muerto y de cuyos rescoldos rebrotó (inesperadamente, gracias
a los vientos del pueblo) el fuego que ayer embargó a Evita y hoy impulsa al
piberío que fue a despedir a Néstor a la Rosada. El fuego que alimenta la
caldera del tren de la Historia. Un tren que ha vuelto a pasar. Una Historia
que está por escribirse, que hemos vuelto a tomar en nuestras manos.
* Periodista y Escritor