Por Silvana Melo
(APe).- El flequillo rubión casi le toca los ojos. Que son grandes y negros. La
chomba celeste con cuello blanco que Gladys le puso esa tarde y el fondo
venenoso de los tomatales están en las pancartas de este día. Los ojos
grandes y oscuros de Nicolás
Arévalo miran esta mañana a la Justicia. La miran y la interpelan. Su
imagen, eternamente congelada en sus cuatro años, es también un informe forense.
Es una autopsia que dice que el endosulfán le corroyó el hígado y los pulmones.
Que le tocó ser el sacrificio infantil
que exige el modelo, minotauro que
espera las ofrendas con las fauces abiertas y babeantes.
Nico estaba condenado a un anonimato inexorable.
Campesino, en medio de la soledad rural de Lavalle, vecino inmediato de las
tomateras, crecería a los tumbos esquivando
el veneno y sería, acaso, peón del
productor o del fumigador.
Son escasas las alternativas de la vida en esas coordenadas remotas de Corrientes. Pero haber
pisado con sus pies descalzos un charco
de desagote de tóxicos en el Paraná le derogó cualquier posibilidad de futuro.
Su prima, Celeste Estévez, respiró el
veneno pero no le penetró por la piel. Por eso está viva hoy. Con todas sus
secuelas. Pero a Nicolás, una oleada rabiosa del capitalismo más artero lo
transformó en la primera muerte de los
agrotóxicos, en abril de 2011. Al segundo suplicio de los tomatales lo sufriría José Rivero, un año después. También tenía
cuatro años.
Desde hoy el tribunal ventilará públicamente que
la aplicación de venenos para matar bichos
y malezas se lleva, como daño colateral, la vida de los niños. Y a los
que perdona les lega un futuro acotado, de pulmones insuficientes, de sangre a
la que le cuesta circular, de piernas
frías como Celeste.
Nicolás y Celeste vivían sitiados por el Paraná y los tomatales. La casita rural,
puesta sobre el campo con pocas vecindades, un
buen día vio crecer los
sembradíos alrededor. Y un día peor
los tomatales rodearon la casita, se
metieron en el patio y las derivas de las fumigaciones entraban en casa sin
pedir permiso, bañaban las cabezas de los niños e intoxicaban el barro con el que se construyen castillos con
puentes levadizos donde ningún guerrero
logra entrar. Pero la muerte sí.
Nicolás y Celeste jugaban en el patio tomado,
que no tenía frontera. Y él se metió en
el barro del charco de desagote. Porque
hay pocas cosas más maravillosas que meter los pies desnudos en el barro a los
cuatro años. O a los seis de Celeste. Pero ella miró desde afuera. Ambos aspiraron el veneno. Nicolás lo incorporó a través de la piel. Como José
Rivero, que un año después vio morir a
los perros y a los cerdos mientras amasaba la tierra húmeda en el patio. Pocos
días después, los pájaros mareados lo vieron morir a él, en mayo de 2012.
El endosulfán fue prohibido después de la muerte de Nicolás. Siempre se
espera un martirio para mellar las armas del asesino.
Julián Segovia es el abogado de la familia. Pertenece a Infancia Robada, la
organización de Martha Peloni. Recuerda para APe que "Celeste estuvo en
lista de espera para un transplante hepático”. Pero pudo llegar al Garrahan
donde le practicaron una hemofiltración. Y le salvaron la vida. “Tiene secuelas
como dolores, mala circulación y enfriamiento de las piernas.” Por eso la
justicia que se pide es por la muerte de Nicolás y por las lesiones sufridas
por Celeste. Que son permanentes. El
endosulfán, si se inhala, se traga o se absorbe a través de la piel, afecta directamente el sistema nervioso
central.
Nada les ha sido sencillo a los padres de
Nicolás. Tuvieron que “recorrer 2 kilómetros hasta la salita de primeros
auxilios, 10 kilómetros hasta Santa Lucía y, luego 17 kilómetros hasta Goya,
más los 300 hasta la capital correntina, para buscar en 5 centros de salud un
diagnóstico” (Mu, noviembre de 2012)
que sólo sinceró la autopsia. Perdieron
tiempo con evaluaciones falsas y hasta acusaciones de descuido. Cinco años después la Justicia abre apenas su
casa para que entre Nicolás, flequillo rubión que casi le tapa los ojos y
chomba celeste de cuello blanco, congelado en su pancarta de cuatro años.
Nicolás, en una interpelación sistémica brutal, desafía a la justicia, pequeño y tan frágil.
El acusado es Ricardo Nicolás Prieto,
horticultor. Un nombre. Que se diluye y se vuelve multitud en los expedientes de Monte Maíz, Bovril, San
Salvador; de las zonas sojeras de Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos. En los niños con malformaciones, con cáncer, con
piel de cristal, con
pulmones de catarro eterno. Un nombre que si hay condena será una pequeña
victoria. Pero excarcelable.
El primer juicio por la aplicación de agrotóxicos condenó al agricultor Francisco
Parra y al aeroaplicador Edgardo Pancello, por las fumigaciones ilegales en el
barrio Ituzaingó anexo, Córdoba. La condena estuvo fundada en la Ley Nacional
de Residuos Peligrosos N° 24.051. La muerte
de una chiquita vecina de una
fábrica de bioetanol en Córdoba también está encuadrada en la misma norma
legal. Mucho más dura, dicen los especialistas, que el propio Código Penal.
Prieto, su nombre y su desdén por la vida al
regar con químicos tóxicos el aire, la infancia, los pájaros, la tierra y el río, puede convertirse en la primera condena por homicidio con el arma
de los venenos sistémicos. Pero la
responsabilidad de los desmontes
para el monocultivo, de la
transgénesis como política, de las fumigaciones indiscriminadas, de las
malformaciones, del cáncer, de la piel de cristal, de los pulmones con catarro eterno, de las muertes de Nicolás y José y de tantos otros niños cuya
intoxicación nadie avaló, de los emblemas vivientes como Fabián Tomasi, de la
languidez de los bosques y del suelo,
de los pájaros y la tierra, es
mucho más amplia, más
arriba, más estructural. Los
Prietos y los Parra pagarán con un disgusto
menor tanta muerte y tanto dolor. Pero los que mueven la maquinaria sistémica están de pie. Fuertes y entonados.
Sin
embargo Abigail, Leila, Joan, Nicolás, José, Celeste, los hermanitos
Portillo, Olivia y decenas más no nacieron alrededor del veneno por
nada. Estuvieron allí, sufrieron, sufren, murieron, están, para poner
nombre y cara y pancarta y desafío a quienes se sientan siempre a la diestra de
los poderosos. Para dejarles en claro que son multitud. Ternura. Bandera.
Emblema de algo que vendrá y será
distinto. Y será.
Fuente: Asociación Pelota de Trapo