domingo, 4 de diciembre de 2016

El testimonio de Raúl Daroqui sobre la desaparición de sus hermanos en 1977

“No entendíamos por qué se los llevaron”
En el juicio por los crímenes cometidos durante la dictadura en el centro clandestino El Atlético, Daroqui contó cómo fueron secuestrados sus hermanos Juan Carlos, Jorge Arturo y Daniel Alberto, y la búsqueda y la espera sin resultados de sus padres.

Una carta llegó al departamento de la familia Daroqui, en Almagro. “Recibimos la carta una mañana, contaba que 48 horas antes había desaparecido mi hermano. Eso fue el 14 de septiembre de 1977. Y fue una vorágine. Esa carta desarmó a mis padres. Destruyó a todo el grupo familiar: el 15 de julio de ese mismo año, es decir dos meses antes, otros dos de mis hermanos habían desaparecido en la Jefatura de Policía Federal.” Raúl Daroqui empezó así a contar su historia a los jueces del Tribunal Oral Federal 2, en otra de las audiencias sobre los crímenes cometido en el centro clandestino El Atlético, en un juicio donde los testimonios contenidos en ocasiones durante cuarenta años se desatan en cada jornada como pequeñas tormentas.

Los Daroqui vivieron buena parte de su vida de pueblo en pueblo, en la provincia de Buenos Aires. Carlos Arturo Daroqui era gerente del Banco Nación, un cargo que implicaba cuatro años de duración, al final de los cuales todos se mudaban a otro pueblo. Estaba casado con Dora Esther Barontini. Y para 1977 tenían seis hijos: del mayor al menor, eran Juan Carlos, Raúl Horacio, María Julia, Jorge Arturo, Daniel Alberto y Matilde. “Como nos criamos yendo de pueblo en pueblo, los amigos éramos nosotros mismos –contó Raúl–. Sabíamos todo de todos. Juan Carlos era muy carismático, y se hacía querer. En determinado momento, a los 19 o 20 años, se incorporó a la vida política del país en la clandestinidad, porque no había vida política posible que no fuera clandestina. A eso dedicó los siguientes diez años de su vida, seguro que tuvo muchísimas novias y también sus grandes amores. Cuando detuvieron a una de sus novias, se iba a caminar a Villa Devoto para ver si alguna estiraba una mano para saludarlo. Ese tipo de cosas raras hacía mi hermano.”

En 1977, Juan Carlos militaba en el MR 17 de Octubre, la corriente del peronismo que había liderado Gustavo Rearte, con trabajo territorial en La Plata y Buenos Aires. Sólo hace pocos años, con el comienzo de las audiencias del primer tramo del juicio por los crímenes del circuito Atlético, Banco y Olimpo (ABO), sus hermanos supieron que estuvo secuestrado en El Atlético. Una de las sobrevivientes, Delia Barrera, lo escuchó cantar una chacarera en el centro de detención. Allí los detenidos le decían el Chacho.

–¿Qué pasó con tus otros dos hermanos? –quiso saber la fiscal Gabriela Sosti antes de que siguiera adelante.

–Jorge Arturo iba a ir a retirar su pasaporte. Le habían dicho que estaba retenido y mi otro hermano lo acompañó porque no quería que fuera solo. Nunca más supimos de ninguno de los dos. Mis padres no entendían por qué se los habían llevado. No había razones para una persecución. Más allá del aislamiento en el que se vivía, porque sabíamos lo que estaba pasando, pero aún así no entendíamos por qué se los llevaron.

Raúl le habló a la fiscal, pero también interpeló a ese entramado social que durante los juicios aparece detrás de las paredes de la sala. Dos semanas atrás, el hermano de otro desaparecido, Gonzalo Pereira Pérez, también había hablado de una carta anónima con la información del secuestro que despertó a toda la familia.

Juan Carlos había estado detenidos dos años antes, por otras razones, razones políticas, dijo Raúl. “Lo habían torturado e interrogado, pero lo liberaron, y después no hubo más historias sobre eso. Pero de golpe y porrazo, desapareció. La carta nos decía que se lo habían llevado en un operativo policial y militar de un barrio de la Capital Federal.”

Eso fue lo peor para mi madre, dijo luego. Le quedaban tres hijos, y cada cual tomó rumbos distintos. “Yo me fui a Brasil. Mi hermana Julia se fue a Chivilcoy y después a Venezuela, y Matilde salió para Misiones. Mi padre y mi madre se quedaron solos. Absolutamente solos en soledad, porque el propio entorno familiar también tomó distancia. Todo el mundo tenía miedo. Parecíamos formar parte de una peste negra de la que todos se apartaban porque nadie sabía si se podía contagiar.”

Su padre fue a una guarnición militar a preguntar, a buscar cualquier dato sobre el paradero de sus hijos. Le dijeron que se fuera. Y un soldado le dijo: no venga más porque la próxima se lo llevan a usted. A partir de ese momento, Dora ocupó el lugar más activo. “Ella vivía de noche”, dijo él. “Esperaba despierta el timbre del portero y un llamado de teléfono. No dormía. Tan trágico era que yo estuve siete años en Brasil y durante siete años jamás llamé por teléfono porque mi voz era la misma voz de mi hermano y no quería que crea que podía ser su hijo desaparecido.”

Rubén iba buscando saber cómo estaba su madre a través de su letra, del modo en que escribía las cartas que iban y venían de Argentina a Brasil. Se fijaba si había temblado la mano al escribir, además de chequear noticias que nunca llegaban. Su madre, cada tanto, recibía llamados, pistas falsas que extendieron la incertidumbre y le hicieron creer que sus hijos podían estar vivos.


Dora Esther Barontini continuó viviendo en el mismo departamento hasta el año 2007, el año de su muerte, convencida de que debía quedarse ahí para esperar a sus hijos. 

Fuente: Página/12

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