Por Eric Nepomuceno
El año recién se estrenó, pero ya dio amplias y
sólidas muestras de cómo serán sus días y sus noches. Puso en claro una de las
llagas sociales más agudas de mi país –la cuestión de los presidios–, reforzó
la ineptitud y la falta de estatura del presidente que llegó donde está gracias
a un golpe parlamentario, exhibió con rara transparencia los desvíos éticos de
integrantes del Poder Judicial, Supremo Tribunal Federal inclusive y, por si
todo eso fuera poco, lanzó avisos y alertas de que el convulsionado cuadro
político, social y económico seguirá amenazando un futuro ya bastante
amenazado. Todo eso en dos semanas: no está mal, para asegurar la destrucción
de lo conquistado.
Ya en sus primeros minutos, 2017 propició a los
brasileños y al mundo la aterradora visión de una realidad que sucesivos
gobiernos y la inmensa mayoría de la opinión pública insisten, desde hace
décadas, en ignorar: la inhumana, sórdida situación de los presidios
brasileños, verdaderas e inmundas sucursales del infierno.
Solamente en los seis primeros días del año, al
menos 106 presos fueron brutalmente asesinados en dos presidios de la Amazonia.
Buena parte de ellos fue degollada, otros fueron eviscerados, ojos fueron
arrancados. Esa la extensión de la barbarie. Y en otra muestra, la de la
falencia total del sistema, todo eso se cometió con rifles, machetes, droga,
mucha droga, y un batallón de teléfonos celulares que circulan libremente por
todas las cárceles. Para eso, la corrupción corre suelta entre los responsables
de la seguridad de los presos.
Decapitaciones fueron filmadas por los teléfonos
y luego llevadas a las redes sociales. Fuera de las cárceles, un aspecto
alarmante: se trata de la sangrienta disputa entre los dos mayores carteles de
distribución de drogas, el PCC (Primer Comando de la Capital), originario de
San Pablo, y el CV (Comando Vermelho, o sea, Rojo), nacido en Río. Con sus
largos tentáculos controlan, frente a la impotencia del Estado, por lo menos
una veintena de otros carteles, menores y regionales, por todo el país.
La débil –y tardía– respuesta del gobierno a la
caótica y perversa situación de los presidios brasileños ha sido anunciar la
construcción de más presidios. O sea, más casas de la muerte.
El cuadro apenas oculta otra perversidad
imperante: Brasil tiene la cuarta población carcelaria del mundo, en términos
absolutos. Son alrededor de 640 mil presos. Ocurre que al menos el 40 por
ciento de los que están hacinados en ambientes de brutalidad indescriptible ni
siquiera fueron juzgados y condenados, y otro 20 por ciento ya cumplieron sus
sentencias pero no han sido liberados. Una muestra de la inadmisible lentitud
de los tribunales, para no mencionar la corrupción que se esparce entre jueces
de distintas instancias.
Pero por estos días de calor sofocante en Río de
Janeiro lo que veo al mirar el mapa de mi país es un lento, dolido desfile de
instituciones en harapos, empezando por los tan mencionados tres pilares de la
democracia.
En el Poder Legislativo, lo que tenemos es un
Congreso en el que por lo menos un tercio está comprobadamente involucrado en
corrupción generalizada y pesan consistentes sospechas sobre otro tercio más.
En el Poder Ejecutivo tenemos a un presidente
ilegítimo, sin condiciones políticas, éticas y morales para mantenerse en el
puesto que usurpó. A su alrededor hay una pandilla de mediocres y corruptos,
igualmente descalificados. Están todos promoviendo el más drástico retroceso
desde el golpe –aquel sí cívico-militar– de 1964.
Al mismo tiempo y en silencio, destartalan la
estatal Petrobras y entregan el petróleo a los intereses privados extranjeros.
Destrozan la investigación científica y tecnológica, destrozan las
universidades, y la enseñanza secundaria, el ya muy precario servicio de salud
pública, además de los programas sociales que lograron matizar parte de la
vergonzosa desigualdad social imperante. Una farsa inmoral, una triste ópera
bufa.
La gente más cercana a Temer, los operadores del
golpe articulado por el senador (y candidato presidencial derrotado) Aécio
Neves y el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, son denunciados día sí y el
otro también en actos de olímpica corrupción.
Y no pasa nada: al fin y al cabo, Temer será un
fantoche útil mientras sirva a los intereses del dios mercado y a los intereses
foráneos.
Queda, claro, el tercer y último sostén de la
democracia, el Poder Judicial. Un ejemplo rápido muestra la estatura de algunos
de sus más expresivos integrantes.
Un insólito juez del Supremo Tribunal Federal,
Gilmar Mendes, por ejemplo, luce una extraordinaria vocación a politizar sus
posiciones, y no se sonroja al mostrar una parcialidad escandalosa.
Mendes, que también preside el Tribunal Superior
Electoral, no dudó en aceptar un aventón en el avión presidencial que voló a
Lisboa.
Detalle: el presidente es reo en la instancia
máxima de la justicia electoral. ¿Y quién dijo que un juez debe mantenerse a
prudente distancia de los reos que irá juzgar?
Ha sido otra muestra más de su muy particular
criterio de conducta ética. Otras muchas vendrán, como ya vinieron.
Fuente: Página 12