Ileana Arduino, especialista en derecho penal, asegura que
desde el gobierno se construye a la lucha social como el nuevo enemigo público.
Por Julia Izumi
Ileana Arduino conoce de cerca el entramado que
rodea a la toma de decisiones sobre la seguridad ciudadana y el rol de las
fuerzas de seguridad. Fue secretaria de Políticas de prevención y relaciones
con la comunidad del Ministerio de Seguridad de la Nación durante la gestión de
Nilda Garré, y desarrolló un programa de seguimiento de casos de violencia
institucional que involucran a las fuerzas federales. Abogada, e integrante del
Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP),
Arduino analizó ante este diario las motivaciones del recrudecimiento de la
acción represiva contra la protesta social, cuya expresión más acabada se
registró hace una semana, cuando la policía impidió violentamente la
instalación de la escuela itinerante de los gremios docentes.
–¿Asistimos a una restauración de la autonomía
policial o a la imposición de un paradigma autoritario en el manejo de las
fuerzas de seguridad?
–En todo caso no son expresiones necesariamente
alternativas. Donde hay autonomía policial, y falta de control político como de
conducción democrática, la experiencia policial es predominantemente
autoritaria. Lo que estamos viendo es una decisión política de garantizar
autonomía operativa con altos niveles de decisiones políticas ante el conflicto
puestas en manos de la policía. Eso no aparece como una decisión policial
autonomizada sino como una instrumentación de la represión como herramienta de
gestión dentro de un conjunto de políticas que se están llevando adelante, en
donde la profundización de la desigualdad no es un resultado colateral sino un
objetivo propiciado. La conflictividad social aumenta al ritmo que aumenta la
concentración de la riqueza y la desigualdad, entonces las agendas de reclamo
se diversifican y lo que vemos como respuesta del gobierno es la construcción
de una serie de enemigos públicos visibles a los que les pone rostro, con
predilección sobre los pobres, la demonización de piqueteros y la clase
trabajadora en su conjunto. O, si tuviéramos que pensarlo en términos de
práctica y no de sujetos, el enemigo es la lucha social. La gestión de todas
las protestas que ha habido hasta ahora está en cabeza de la ministra de
Seguridad. Todo lo que el Estado está ofreciendo para gestionar estos
conflictos, es la policialización de la reacción política.
–¿Esa especie de fuerza supra estructural que es
el Ministerio de Seguridad pasa por encima de la autonomía de las fuerzas
locales?.
–Hay continuidad ideológica, convergencias
discursivas que se trasladan a las relaciones con las fuerzas más allá de las
jurisdicciones. Se convalidan discursivamente y mediante la renuncia al control
cuestiones como el "gatillo fácil" cuando se habla de la guerra
contra la delincuencia, se convalida la represión de la protesta social cuando
se ofrece una respuesta política como la de la ministra de Seguridad el día
previo al paro: "Mañana esta ciudad va a estar inundada de fuerzas de
seguridad para garantizar que quienes quieran ir a trabajar puedan
hacerlo". El paradigma es cebar el instrumento policial y luego
convalidarlo, garantizado con la desactivación de mecanismos de control del uso
de la fuerza.
–¿Por ejemplo?
–Durante la gestión de Garré las intervenciones
de las fuerzas de seguridad estaban sometidas a un escrutinio permanente sobre
si había habido uso de la fuerza de alguna forma, si eso estaba justificado,
además de un discurso oficial de repudio a la lógica de que la seguridad es
antagónica al respeto de los derechos humanos. Ese escrutinio tenía como
finalidad validar o no una cierta forma de intervención que políticamente se
priorizaba como no represiva, aunque no necesariamente resultó así todo el
tiempo. Aquí no solo no hay control posterior sino que de manera premeditada se
invita a que todas las fuerzas de seguridad desplieguen todo el arsenal de
memorias represivas que manejan.
–El modelo de seguridad del inicio de la gestión
macrista era la lucha contra el narcotráfico. ¿Qué cambió?
–Creo que lo que hay es desplazamientos en la
construcción del "enemigo", del otro antagónico al que presentar esa
batalla que nos dicen es lo que demanda la política de seguridad. Efectivamente
fue el narcotráfico en su momento, y ahora tiene más presencia la figura del
piquetero. Ahora, la retórica bélica sobre el combate al narcotráfico
–fracasada en el mundo entero y adoptada paradojalmente en Argentina–, en otros
lados ha funcionado como una pantalla para el disciplinamiento de los sectores
populares. El año pasado Horacio Verbitsky publicó una nota en la que el asesor
principal de Nixon para el desarrollo de la doctrina de guerra contra las
drogas en EEUU desde fines de los 60, confesaba que el objeto de control eran
en realidad "los negros", textual, pero eso era indecible en esos
términos luego de años de conquistas de derechos civiles, por lo cual primero
se los transformó en adictos consumidores y criminales peligrosos. Vemos esa
misma dinámica: una cierta apelación a la construcción del enemigo del
narcotráfico y del narcotráfico hacia el crimen en su conjunto y desde allí a
la criminalización de ciertas expresiones de la política, de ciertos sectores
sociales. Ahí se puede ver que variables de una supuesta lucha contra la
corrupción encarnizada contra algunas figuras u organizaciones, Milagro Sala y
recientemente las detenciones de militantes de la Tupac en Mendoza, son
vectores que lo que hacen es conducirnos a asociar la política con el crimen.
–¿Esto opera en la psicología de los policías
como un estímulo que los anima a ir más allá en sus intervenciones?
–Me parece que no es una decisión individual o
un proceso que solo se alimenta de la disposición de una institución y su
historia. La verdad es que la demanda social recogida sin debates sustanciales
es muy represiva. Para los que hemos tenido experiencias de trabajo en la
institución es un desafío hermoso pero muy complejo el de deconstruir la
demanda autoritaria. Con esto no estoy queriendo reconducir la responsabilidad
a los términos del reclamo social pero como las encuestas permanentemente
indican un alto nivel de aval a la salida represiva, quienes deben responder
políticamente usan eso como atajo. Entonces esta policía con historia de
autonomía, con historias que se inscriben en el pasado reciente, también
convive con una sociedad que expresa una adhesión por momentos preocupante a la
clausura de la discusión, la clausura del conflicto y finalmente a la
represión. Cuando se trabaja en la gestión del conflicto, en la atención de la
demanda con vocación democrática, quien gobierna tiene la obligación de tomar
esa demanda y proponer respuestas que no sedimenten odios u antagonismos, que
se hagan cargo de la diversidad de intereses. Acá lo que hay es una combinación
explosiva entre incentivos para la intervención represiva y desaprensión por el
fomento de políticas de gestión del instrumento policial que adhieran a
patrones democráticos. Quien conduce es responsable de cuáles son los objetivos
a los que adhiere o no adhiere. Por ejemplo, si cuando decido los ascensos a
fin de año asciendo a personas que tienen causas abiertas por gatillo fácil
estoy mandando un mensaje indiscutiblemente proviolencia acerca de cuáles son
los méritos que alguien tiene que tener para ascender en la Policía Federal. Si
decido ascender a aquellos que no han corrido a un delincuente hasta meterse en
un comedor infantil, lo han perdido, y celebro que lo hayan perdido porque
privilegió la integridad de los niños, estoy mandando otro mensaje. Pero no son
procesos que se puedan revertir en forma automática. Cuando uno avanza con otro
tipo de alternativas, esos procesos que no son sostenidos en el tiempo, no lo
fueron en la gestión anterior con el énfasis que reclamaban tampoco, las
reacciones conservadoras son mucho más veloces e intensas que lo que han podido
calar transformaciones en sentido opuesto al tomado durante casi un siglo.
Fuente: Tiempoar