Maristella Svampa 11/04/2017
En esta charla propongo reflexionar desde una
óptica comprensiva crítica sobre los populismos latinoamericanos del siglo XXI.
Un tema que ha vuelto a estar en el centro de la agenda política, y sobre el
cual además existe una enorme bibliografía así como controversias
teórico-ideológicas
Para ello, voy a hacer una presentación en tres
bloques.
En primer lugar, voy a hacer referencia al
concepto de progresismo como lingua franca, ligado al cambio de época que se
produce en América Latina hacia el año 2000
En segundo lugar, voy a introducir el concepto
de populismo, cuya discusión no aparece asociado al inicio del cambio de época,
sino sobre todo a la consolidación de los gobiernos progresistas y el final del
ciclo. Voy a sintetizar las diferentes posiciones para finalmente presentar mi
propia lectura vinculada a los populismos latinoamericanos.
En tercer lugar, haré algunas reflexiones sobre
el agotamiento y el fin del ciclo progresista y el nuevo escenario político.
1-El progresismo como “lingua franca”
A partir del año 2000, América Latina ingresó a
un cambio de época, esto es, un nuevo ciclo político y económico marcado por el
protagonismo creciente de los movimientos sociales, por la crisis de los
partidos políticos tradicionales y de sus formas de representación, en fin, por
el cuestionamiento al neoliberalimo y la relegitimación de discursos
políticamente radicales. Este cambio de época tomó un nuevo giro a partir de la
emergencia de diferentes gobiernos que, apoyándose en políticas económicas
heterodoxas, se propusieron articular las demandas promovidas desde abajo, al
tiempo que valorizaron la construcción de un espacio regional latinoamericano.
Frente a tal escenario, muchos escribieron con optimismo acerca del “giro a la
izquierda”, la “nueva izquierda latinoamericana”, el “posneoliberalismo”, entre
otros.
Para designar a estos nuevos gobiernos se impuso
como lugar común la denominación genérica de progresismo. Originariamente
remite a la Revolución Francesa y hace referencia a aquellas corrientes
ideológicas que abogaban por las libertades individuales y el cambio social (el
“progreso” leído como horizonte de cambio). Pese a ser una categoría demasiado
amplia, ésta permitía abarcar una diversidad de corrientes ideológicas y
experiencias políticas gubernamentales, desde aquellas más institucionalistas
hasta las más radicales, vinculadas a procesos constituyentes.
En una América Latina diezmada por décadas de
neoliberalismo, el progresismo fue emergiendo como una suerte de lingua franca,
más allá de la diversidad de experiencias políticas, lo cual rápidamente fue
generando un nuevo espacio regional. Dicho arco abarcaba desde el Chile de
Patricio Lagos y Michele Bachelet, el Brasil del PT, con Lula Da Silva y Dilma
Roussef, el Uruguay bajo el Frente Amplio, la Argentina de Néstor y Cristina
Kirchner, el Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales, la Venezuela
de Chávez-Maduro, hasta el fallido gobierno de Fernando Lugo en Paraguay y
incluso el sandinista Daniel Ortega, en Nicaragua.
Esta apertura fue expresada de modo
paradigmático por los nuevos gobiernos de Bolivia y Ecuador, países donde las
nuevas Constituciones tuvieron un fuerte contenido descolonizador y contaron
con gran participación popular, cuyo corolario fue la ampliación de las
fronteras de derechos. Alentadas por los gobiernos emergentes, categorías tales
como “Estado Plurinacional”, “Autonomías Indígenas”, “Buen Vivir”, “Derechos de
la Naturaleza”, pasaron a formar parte de la nueva gramática política,
impulsadas por diferentes movimientos sociales y organizaciones indígenas.
Sin embargo, desde el inicio, podía advertirse
la existencia de un campo de tensión en el cual coexistían con dificultad
matrices políticas y narrativas descolonizadoras diferentes: por un lado, la
populista y desarrollista, marcada por una dimensión reguladora y centralista,
que apuntaba a recrear el Estado nacional y a reducir la pobreza; por otro
lado, la indianista e incipientemente ecologista, que apostaba a la creación de
un Estado Plurinacional y al reconocimiento de las autonomías indígenas, así
como al respeto y cuidado del Ambiente. Con el correr de la década los
progresismos fueron consolidándose, de la mano de una narrativa
populista-desarrollista y de un proceso de personalización del poder,
desplazando otras narrativas de corte descolonizador, fueran indianistas,
ecologistas o de izquierda.
2- El regreso de los populismos infinitos
Es sabido que el concepto de populismo cuenta
con una larga historia y una carga política negativa. Esto sucede tanto en la
tradición interpretativa latinoamericana como, muy especialmente, en Europa y
Estados Unidos.
El caso es que en América Latina, hacia fines de
la primera década del siglo XXI, con gobiernos progresistas consolidados y
varios de ellos atravesando segundos y hasta terceros mandatos, la categoría de
populismo fue ganando más terreno, hasta tornarse rápidamente un lugar común.
Así, una vez más, el populismo como categoría devino un campo de batalla
político e interpretativo. Pero a diferencia de otras épocas en las cuales la
visión descalificadora era la dominante, el actual retorno se inserta en
escenarios políticos e intelectuales más complejos y disputados
En esta línea podemos destacar tres posiciones
interpretativas diferentes:
Por un lado, están aquellas visiones peyorativas
o condenatorias, que recorren el campo académico y muy especialmente el
mediático. Desde la academia, suele afirmarse la recurrencia del populismo como
mito, describiéndolo como un fenómeno instalado entre la religión y la
política, contrapuesto al ethos democrático. Por ejemplo, para el historiador
italiano Loris Zanata, no habría grandes diferencias entre el populismo de C.
Fernandez de Kirchner, el de Chávez y ahora el de Donald Trump. Desde los
medios de comunicación, las lecturas suelen ser más reduccionistas, pues se
asocia el populismo a una matriz de corrupción, en la cual convergen una
política macroeconómica ligada al derroche y el gasto social, con el
autoritarismo y el clientelismo político.
En segundo lugar, en un sentido completamente
inverso, una lectura que tuvo gran repercusión en la última década fue la del
argentino Ernesto Laclau, cuyos trabajos en favor del populismo, derivaron en
posicionamientos políticos en apoyo al conjunto de los gobiernos progresistas,
muy especialmente, a los gobiernos de Nestor y Cristina Kirchner. En 2005,
Laclau publicó el libro La razón Populista, en el cual desarrollaba la premisa
de que el populismo constituye una lógica inherente a lo político y, como tal,
éste se erigiría en una plataforma privilegiada para observar el espacio
político. Lejos de la condena ética impulsada por la visión primera, Laclau
proponía pensar el populismo como ruptura, a partir de la dicotomización del
espacio político (dos bloques opuestos), y de una articulación de las demandas
populares (por la vía del la lógica de la equivalencia).
Por último, una tercera línea de interpretación
subraya el carácter bicéfalo del populismo. Si bien esta lectura se destaca por
su aspiración crítico-comprensiva, existen dentro de ella énfasis muy
diferentes. Así el politólogo paraguayo Benjamin Arditti define el populismo
como un rasgo recurrente de la política moderna, pasible de ser encontrado en
contextos democráticos y no democráticos (2009:104). En sus trabajos más
relevantes dialoga con la inglesa Margareth Canovan y retoma a Jacques Derrida,
para pensar el populismo como un “espectro”, antes que como la sombra de la
democracia, sugiriendo la idea de “un retorno inquietante”, que “remite a la
indecidibilidad estructural del populismo, pues éste puede ser algo que
acompaña o bien, que acosa a la democracia” (Cito a Arditi, 2004).
En el otro extremo, de cero empatía con el
fenómeno populista, se insertan las lecturas del ecuatoriano Carlos De La Torre
y la venezolana Margarita López Maya, quienes sin embargo subrayan tambien los
aspectos bivalentes del populismo. López Maya analiza el populismo rentista en
Venezuela, y retoma ciertos elementos de Laclau (por ejemplo, el populismo como
forma de articulación de necesidades insatisfechas a través de significantes
vacíos) y se centra en el pasaje hacia formas más directas de relación entre
las masas y el líder.
Desde mi punto de vista, esta tercera posición,
que ya en los `90 desarrollamos en “La plaza vacía. Las transformaciones del
peronismo” con un colega francoperuano, Danilo Martuccelli, tiene el mérito de
captar lo propio del populismo, su ambivalencia, desde una óptica
crítico-comprensiva, que cuestiona los reduccionismos propios de las anteriores
interpretaciones. Hoy, veinte años despues de aquel texto, quisiera agregar
nuevos elementos interpretativos a esta lectura de aquellos años.
Recordemos que a principios de los `90, con el
ingreso al Consenso de Washington, corrieron ríos de tinta que buscaban
describir un nuevo populismo latinoamericano, asociado a Carlos Menem, en
Argentina, Alberto Fujimori en el Perú, o el malogrado Fernando Collor de Melo
en Brasil. Usos y abusos hicieron que la categoría se tornara más resbalosa y
ambigua, al borde mismo de la distorsión y el vaciamiento conceptual. De manera
acertada, en 1993 el colega argentino Aníbal Viguera propuso un tipo ideal,
distinguiendo dos dimensiones; una, según el tipo de participación; la otra,
según las políticas sociales y económicas. Así, desde su perspectiva, el
neopopulismo de los ´90 presentaba un estilo político populista, pero –a
diferencia de los populismos clásicos- estaba desligado de un determinado
programa económico (nacionalista o vinculado a una matriz estadocéntrica). Retomando
esta distinción analítica propongo llamar a tal fenómeno populismos de baja
intensidad, dado el carácter unidimensional del mismo (estilo político y
liderazgo).
En contraste con ello, los populismos
latinoamericanos del nuevo siglo señalan similitudes con los populismos
clásicos del siglo XX (aquel de los años 40 y 50). Ciertamente, los gobiernos
de Hugo Chávez Néstor y Cristina Fernández de Kirchner, Rafael Correa y Evo
Morales; todos ellos países con una notoria y persistente tradición populista,
habilitaron el retorno de un uso del concepto en sentido fuerte, esto es, de un
populismo de alta intensidad, a partir de la reivindicación del Estado como
constructor de la nación, luego del pasaje del neoliberalismo; del ejercicio de
la política como permanente contradicción entre dos polos antagónicos y, por
último, de la centralidad de la figura del líder.
Cinco precisiones se hacen necesarias en esta
aproximación a los populismos de alta intensidad, típicos de la época actual.
1-Entiendo al populismo como un fenómeno
político complejo y contradictorio que presenta una tensión constitutiva entre
elementos democráticos y elementos no democráticos. Como ya dije, dicha
definición se aparta del tradicional uso peyorativo y descalificador del
concepto, que predomina en el ámbito político-mediático, que deja de lado,
interesadamente, otros componentes del mismo.
2- De modo recurrente, el populismo comprende la
política en términos de polarización y de esquemas binarios, lo cual tiene
varias consecuencias: por un lado, esto implica la constitución de un espacio
dicotómico, a través de la división en dos bloques antagónicos (el nuevo bloque
popular versus sectores de la oligarquía regional y/o medios de comunicación
dominante); por otro lado, esta división del campo político implica la
selección y jerarquización de determinados antagonismos, en detrimento de
otros. Más claro; se procede al ocultamiento y obturación de otros conflictos,
los cuales tienden a ser denegados o minimizados en su relevancia y/o validez,
en fin, en gran medida, expulsados de la agenda política.
3-La tensión constitutiva propia de los
populismos hace que éstos traigan a la palestra, tarde o temprano, una
perturbadora pregunta; en realidad, la pregunta fundamental de la política:
¿Qué tipo de hegemonía se está construyendo, en esa tensión peligrosa e
insoslayable entre lo democrático y lo no democrático, entre una concepción
plural y otra organicista de la democracia; entre la inclusión de las demandas
y la cancelación de las diferencias?
4- Existen diferentes tipos de populismos, tal
como lo muestra la abundante literatura sobre el tema (Laclau, Di Tella, Ianni,
entre otros). En esa línea, para el caso latinoamericano, propongo establecer
la distinción entre, por un lado, aquellos populismos plebeyos, que han venido
desarrollando políticas de contenido más innovador y radical, desembocando en
procesos de redistribución del poder social hacia abajo (Bolivia, Venezuela);
y, por otro lado, populismos de clases medias, visibles en el empoderamiento –e
incluso una fragmentación intra-clase- de los sectores medios (Argentina,
Ecuador). Aún si estos gobiernos se montaron en sus inicios sobre
movilizaciones plebeyas, tanto el caso argentino como el ecuatoriano están
lejos de haber producido un cambio en la distribución del poder social. Tampoco
fueron populismos de carácter antielitista, impugnadores de la llamada cultura
legítima. En realidad convalidaron valores de las clases medias, fueran ésta
clases medias progresistas o tecnocráticas-meritocráticas. Tampoco buscaron
impulsar un paradigma de la participación, como si sucedió –al menos en parte-
en Venezuela y Bolivia.
5- Más allá del lenguaje de guerra, lo propio de
populismo es la consolidación de un esquema de gobernanza, en el cual conviven –aun
de manera contradictoria- la tendencia a la inclusión social con el pacto con
el gran capital. En esa línea, y más allá del proceso de nacionalizaciones, hay
que resaltar las alianzas económicas de los progresismos con las grandes
corporaciones transnacionales (agronegocios, industria, sectores extractivos
como la minería y el petróleo), lo que aumentó el peso de éstas en la economía
nacional. Ejemplos de ello son Ecuador, donde las empresas más importantes
incrementaron sus ganancias respecto del período anterior y la Argentina, que
durante el ciclo kirchnerista mostró una mayor concentración y extranjerización
de la cúpula empresarial.
Así, tensión constitutiva, polarización y grilla
de lectura; construcción de hegemonía y existencia de tipos diferentes,
inclusión social y pacto con el gran capital, son aspectos que,
interconectados, a mi juicio, constituyen el punto de partida ineludible para
leer los populismos latinoamericanos del siglo XXI.
Por otro lado, la hegemonía del progresismo
populista-desarrollista estuvo ligado al nuevo boom de los commodities, ligada
a los altos precios internacionales de los productos primarios (soja, metales y
minerales, hidrocarburos, entre otros). En este período de rentabilidad
extraordinaria, América Latina comenzó a vivir un crecimiento económico sin
precedentes. En todos los países, independientemente del signo
político-ideológico de los gobiernos, el boom de los commodities y sus ventajas
comparativas, permitió la ampliación del gasto social -por la vía de políticas
sociales o bonos- y una reducción importante de la pobreza respecto del período
neoliberal. En todos los países, el proceso estuvo marcado por la tendencia a
la reprimarización de las economías, a partir de la acentuación de las
actividades económicas hacia actividades primario-extractivas, con escaso valor
agregado. En todos los países, también independientemente de los discursos
políticos-ideológicos, lo que he llamado el Consenso de los Commodities, trajo
como consecuencia la explosión de conflictos socio-ambientales y el inicio de
un nuevo ciclo de violación de derechos humanos.
La dimensión de disputa y de conflicto
introducida por el ingreso a una nueva fase de acumulación del capital trazó así
una primera línea de división interna e instaló dilemas y fracturas dentro del
ancho campo del progresismo, en torno a la discusión sobre las estrategias de
desarrollo y la relación sociedad-naturaleza; sobre el vínculo entre
izquierdas, los lenguajes emancipatorios, as prácticas productivistas y los
imaginarios hegemónicos. Más simple, el carácter del progresismo como nueva
lingua franca sería cuestionado primeramente por las corrientes indianistas y
ecologistas de izquierda, generando con los años un conflicto cada vez más
profundo al interior de los movimientos sociales y del pensamiento de
izquierdas.
Por otro lado, los nuevos populismos reeditaron
formas históricas de dominación, como el modelo de la participación social
controlada, esto es, la subordinación de los actores colectivos al líder y bajo
el tutelaje estatal. En ese marco de hegemonía populista, los gobiernos
consolidaron esquemas de resubalternización hacia las organizaciones sociales,
a través de diversos dispositivos, entre ellos, el de la estatalización. No por
casualidad en algunos países, como en Bolivia, el doble proceso
(institucionalización y estatalización), suele leerse en términos de
“expropiación”, por parte de del gobierno de Evo Morales, de aquella energía
social colectiva acumulada, cuya movilización y lucha hicieron posible el
cambio de época (la guerra del Agua -2000- y la guerra del gas -2003-).
Los diferentes gobiernos progresistas aumentaron
el gasto público social, lograron disminuir la pobreza a través de políticas sociales
y mejoraron la situación de los sectores con menos ingresos, a partir de una
política de aumento salarial y del consumo. Sin embargo, no tocaron los
intereses de los sectores más poderosos: las desigualdades persistieron, al
compás de la concentración económica y del acaparamiento de tierras. En esta
línea, los progresismos realizaron pactos de gobernabilidad con el gran
capital, más allá de las confrontaciones sectoriales que marcaron la agenda.
Asimismo, sólo realizaron tímidas reformas del sistema tributario, cuando no
inexistentes, aprovechando el contexto de captación de renta extraordinaria.
Con el correr de los años, los progresismos
realmente existentes no sólo serian cuestionados por las políticas de
neodesarrollollistas de carácter extractivista y por el avance de la
criminalización de las luchas socioambientales, sino también por la disociación
creciente entre la narrativa de izquierda y las políticas públicas, visibles en
diferentes campos (la ausencia de transformación en la matriz productiva, en la
salud, en la educación, respecto de los objetivos de la integración
latinoamericana, entre otros tópicos). Como dijera en una oportunidad un
sindicalista argentino, Julio Fuentes, “entre el relato y la realidad hubo
mucha diferencia: todos queríamos vivir en el país del otro, porque lo que
estábamos viendo era el relato“. “Todos
queríamos vivir en el país del otro”…
El tono cuasi humorístico de la frase no puede
ocultar la incomodidad que los progresismos populistas generaron al interior
del campo de las izquierdas, instalando brechas profundas y debates acerca de
lo que se entiende por izquierda. No por casualidad, con el paso de los años,
hacia el final del ciclo, el ya evidente desacoplamiento entre progresismos e
izquierdas habilitaría la reintroducción de categorías recurrentes como las de
Populismo y Transformismo, las cuales irían permeando una parte importante de
los análisis críticos contemporáneos.
Ahora bien, quien dice populismo, dice también
polarización de la política. Y advierte que los progresismos no se convirtieron
de modo automático en populismos. Mientras que el proceso venezolano se instaló
rápidamente en un escenario de polarización social y política (con el golpe de
Estado de 2002), en Argentina la dicotomización del espacio político aparece
recién a comienzos en 2008, a raíz del conflicto del Gobierno de Cristina
Fernández de Kirchner con las patronales agrarias, por la distribución de la
renta sojera, y se exacerbaría a límites insoportables en los años siguientes.
En Bolivia, la polarización signó los comienzos del Gobierno del MAS, en la
confrontación con las oligarquías regionales; sin embargo, esta etapa de
“empate catastrófico” se clausura hacia 2009, para abrir luego a un período de
consolidación de la hegemonía del partido de gobierno. En este segundo período
se rompen las alianzas con diferentes movimientos y organizaciones sociales
contestatarias, sobre todo, a raíz del conflicto del TIPNIS (Territorio
Indigena Parque Nacional Isidoro Secure), en 2011. Esto es, la inflexión
populista se operó en un contexto de ruptura con importantes sectores
indigenistas rurales.
Para la misma época, Rafael Correa inserta su
mandato en un marco de polarización ascendente que involucra tanto a sectores
de la derecha política, como —de modo creciente— a los movimientos indigenistas
y sectores de izquierda. El afianzamiento de la autoridad presidencial y la
creciente implantación territorial de Alianza País tuvieron como contrapartida
el alejamiento del Gobierno respecto de las orientaciones marcadas por la
Asamblea Constituyente y su confrontación directa con las organizaciones
indígenas de mayor protagonismo (CONAIE) y los movimientos y organizaciones
socioambientales, que habían acompañado su ascenso.
Así, entre 2000 y 2015, mucha agua corrió bajo
el puente. Frente a ello vale la pena preguntarse si la tensión entre
transformación y restauración en este cambio de época no fue desembocando en un
fin de ciclo, que bien podría caracterizarse como Revolución Pasiva, una
categoría de análisis histórico que pertenece a Gramsci, asociada al
transformismo y el cesarismo democrático, que expresa la reconstitución de las
relaciones sociales en un nuevo orden de dominación jerárquico. La
modernización conservadora habría apuntado a desmovilizar y subalternizar a los
actores que fueron protagonistas del ciclo de lucha anterior, incorporando
parte de sus demandas y asimilando parte de sus grupos dirigentes.
3- Entre el agotamiento y fin de ciclo
Desde el punto político, estamos frente a
populismos de alta intensidad, en el cual coexisten la crítica al
neoliberalismo con el pacto con el gran capital; los efectos de democratización
con la subordinación de los actores sociales al líder; la apertura a nuevos
derechos con la reducción del espacio del pluralismo y la tendencia a la
cancelación de las diferencias.
Sin embargo, promediando la segunda década del
nuevo siglo, el escenario político latinoamericano fue cambiando. La región
comienza a vivir un periodo de alternancia político-electoral, que va marcando
con un filo dramático el fin de ciclo y el progresivo giro hacia gobiernos de
carácter abiertamente conservador. A excepción de los casos uruguayos y
chilenos, muy probablemente debido a sus contornos más institucionalistas, en
otros países, la sola posibilidad del fin de ciclo y la alternancia electoral
se vive con hondo dramatismo: sucedió en la Argentina, cuando el kirchnerismo
fue desplazado de modo inesperado por la vía electoral, en 2015; sucede
actualmente con el gobierno de Nicolás Maduro en la Venezuela chavista, que
perdió la mayoría parlamentaria y atraviesa una crisis generalizada.
Pese al innegable frente de tormenta y de los
efectivos cuestionamientos provenientes por derecha y por izquierda, uno de los
grandes problemas de los populismos progresistas es la cuestión de los
liderazgos, frente a la imposibilidad constitucional de renovar indefinidamente
los mandatos presidenciales. En efecto, con los años y a medida en que los
regímenes se fueron consolidando, la concentración y personalización de poder
político impidieron la emergencia y renovación de otros liderazgos dentro del
campo progresista, al tiempo que alentaron formas de disciplinamiento y de
obsecuencia que socavaron cualquier posibilidad de pluralismo político al
interior de los diferentes oficialismos, lo cual incluye desde organizaciones y
movimientos sociales -que otrora tenían agenda propia y se caracterizaban por
su accionar contestatario- hasta intelectuales, académicos y periodistas –antes
defensores del derecho a la disidencia y del pensamiento crítico-.
El tema no es menor y nos confronta a un tema
recurrente en la historia política latinoamericana, que marca a fuego el fin
del ciclo progresista; a saber, el hiperliderazgo y, a través de ello, la
tendencia de los gobernantes a perpetuarse en el poder o, por lo menos, a
buscar permanecer longevamente en él. Así, en los últimos años el debate sobre
las “re-reelecciones” fueron motivo de polarización social. En 2013 la
presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner, que transitaba su segundo
mandato, tanteó a través de sus voceros más leales la posibilidad de una
reforma constitucional, pero se encontró con que la sociedad ponía un límite a
sus aspiraciones, primero en la calle y luego en las urnas. Evo Morales sufrió
en carne propia la derrota y el golpe del “no” que la sociedad boliviana le
propinó a sus aspiraciones re-reeleccionistas, a través del referéndum de
febrero de 2016, lo cual le impide legalmente presentarse para un cuarto
mandato consecutivo, a partir de 2019. Pese a ello, Morales no se resigna a no
ser candidato presidencial por cuarta vez consecutiva, y todo indica que
buscará –mediante diversos artilugios- transgredir el marco constitucional
vigente.
Desde Ecuador, luego de un 2015 atravesado por
una crisis económica ligada al precio del petróleo, y diferentes conflictos que
enfrentaron al partido gobernante tanto con la clásica derecha como con
organizaciones indigenistas y la izquierda, Rafael Correa logró que se votara
una enmienda constitucional que habilita la reelección indefinida, pero ésta no
aplicó en las elecciones de febrero de 2017, con lo cual Correa se vio obligado
a buscar un sucesor cercano, su entonces vicepresidente Lenin Moreno. Solo Chavez,
en 2009, en lo que fuera su segundo intento, logró hacer aprobar via referendum
la reelección indefinida para todos los cargos, seguido luego, en 2013 por un
Daniel Ortega, en Nicaragua, quien obtuvo que la Asamblea legislativa votara a
favor de las reformas constitucionales que legalizaban la misma.
Por otro lado, el modelo extractivista tampoco
condujo a un salto de la matriz productiva, sino a una mayor reprimarización de
la economía, lo cual se vio agravado por el ingreso de China, potencia que de
modo acelerado se va imponiendo como socio desigual en el conjunto de la región
latinoamericana. Esto echó por tierra la tesis de las “ventajas comparativas”
que alentó el crecimiento económico de la región entre 2003 y 2013, al tiempo
que inserta a la región en un nuevo ciclo de crisis económica, que ilustra la
consolidación de un patrón primario-exportador dependiente. La creciente baja
del precio de las materias primas genera un déficit de la balanza comercial que
impulsa a los gobiernos a contraer mayor endeudamiento y a multiplicar los
proyectos extractivos, por lo cual se suele entrar en una espiral perversa, que
conlleva también una mayor criminalización de la protesta socioambiental.
En términos regionales, las promesas de creación
de un regionalismo autónomo desafiante (la expresión de J. Preciado Coronado)
quedaron truncas. Pese a la abundante retórica latinoamericanista, los vínculos
con China, estuvieron lejos de concretar la emergencia de un bloque regional
común que buscara a negociar mejores condiciones a nivel regional. Al
contrario, esto impulsó la competencia entre los países, a través de acuerdos
bilaterales con China, los cuales se han multiplicado en los últimos años. En
consecuencia, las negociaciones bilaterales acentuaron los intercambios
asimétricos con el gigante asiático, y fueron instalando a los diferentes
países en el marco de una nueva dependencia, cuyos contornos apenas están
emergiendo.
Asimismo, el pasaje a un Unasur de baja
intensidad, posteriormente la crisis del Mercosur, el descalabro económico y
social en Venezuela, en fin, el surgimiento de nuevos alineamientos regionales,
como la Alianza del Pacífico (2011), dejan entrever una política más
aperturista, en concordancia con el TTP (Tratado TransPacífico), una suerte de
nueva versión del TLC (Tratado de Libre Comercio) que la región rechazara en
bloque en 2005, al inicio del ciclo progresista. En fin, los cambios de orden
geopolítico, luego del triunfo de Trump, indican el ingreso a un escenario de
mayor incertidumbre, máxime si consideramos la salida del TPP por parte de
Estados Unidos y la acentuación de la puja interhegemónica con China. Así, el
fin de ciclo y el eventual giro político se inserta en un escenario mundial muy
perturbador, marcado por el avance de las derechas más xenofóbicas y
nacionalistas en Europa, así como por el inesperado triunfo de Trump en Estados
Unidos. Todo ello augura importantes cambios geopolíticos que además de
producir un empeoramiento del clima ideológico internacional, en el cual las demandas
antisistemas de la población más vulnerada se articulan con los discursos más
racistas y proteccionistas, impactarán de modo negativo en la región
latinoamericana, en un contexto global de mayor desigualdad.
Por ultimo, en el marco del boom de los commodities,
los populismos mostraron también una creciente tendencia al desdibujamiento de
la frontera entre lo público y lo privado, al abuso de poder y los hechos de
corrupción; lo cual los fue despojando de su aura redentora, relativizando
aquella narrativa inicial sobre la relación entre transparencia, justicia
social e inclusión. No obstante, sería injusto reducir los progresismos
realmente existentes (sean populistas o en términos mas gramscianos,
transformistas) a una pura matriz de corrupción, como quieren hacer de modo
interesado muchos de sus detractores, desde posiciones de derecha.
El caso es que en la actualidad los progresismos
realmente existentes entraron en una fase de agotamiento y de crisis, lo cual
es ilustrado por el giro conservador que adoptaron dos de los países más
importantes de la región, Argentina y Brasil. Cabe aclarar que este agotamiento
no se debe sólo a factores externos (como el fin del superciclo de los
commodities y el deterioro de los índices económicos), sino también a factores
internos (el aumento de la polarización ideológica, la concentración de poder
político, el incremento de la corrupción).
El giro conservador está vinculado, en gran
parte, a las limitaciones, mutaciones y desmesuras de los gobiernos
progresistas, aunque también existen otras cuestiones. Para decirlo de otro
modo: no todo es ilusión conspirativa. En América Latina los procesos de
polarización política habilitaron la vía del golpe parlamentario, posibilitando
la expulsión de Zelaya, en Honduras (2009), la destitución de Fernando Lugo, en
Paraguay (2012) y, la más resonante de todas, el escandaloso impeachement a la
presidenta del Brasil, Dilma Roussef (2016), acelerando en estos países el
retorno a un escenario abiertamente conservador.
Desde el punto de vista político, la crisis de
los progresismos gubernamentales asestó un golpe duro al conjunto de las
izquierdas. Pues más allá de los debates acerca de que se entiende por
izquierda, el caso es que en el juego de las oposiciones binarias, gran parte
de los gobiernos progresistas lograron monopolizar el espacio de la
centroizquierda/izquierda, según los casos, neutralizando otras narrativas de
cambio y obturando la posibilidad de la emergencia de posiciones políticas más
radicales, con lo cual su crisis y debilitamiento impacta en gran parte del
espacio.
Por último, en América Latina la emergencia de
una nueva derecha parece ser todavía la excepción, no la regla. Tanto en
Argentina como en Brasil, se trata de gobiernos no consolidados, que han
profundizado la crisis económica en un contexto de creciente protesta social.
Se trataría, en principio, de gobiernos más o menos débiles, obligados a la
negociación permanente. Todavía no se perciben los contornos de un (nuevo)
esquema de estabilidad política, que necesariamente debe estar orientado a
generar un modelo de resubalternización con el fin de contener tanto a las
clases medias (que sufren la reducción del consumo) como a los sectores
populares (golpeados por el empobrecimiento y la amenaza de la exclusión a gran
escala). Por añadidura, existen claras diferencias entre los dos gobiernos
citados, pues mientras el de Michel Temer es, además de impopular, un gobierno
ilegítimo; el de Mauricio Macri es un gobierno que cuenta con una legitimidad
de origen, basada en el voto popular. Sin embargo, hay un innegable aire de
familia entre los dos: sin que signifique volver de modo lineal al
neoliberalismo, ambos recrean y alientan núcleos básicos del mismo, a través,
entre otras cosas, de políticas aperturista y de ajuste que favorecen
abiertamente a los sectores económicos más concentrados, así como el
endurecimiento del contexto represivo.
En esta línea, el agotamiento y fin del ciclo
progresista no es algo que pueda festejarse; tampoco algo que pueda reivindicarse
sin más; antes bien nos lleva a pensar sobre la disociación elocuente entre
progresismos e izquierdas, pese a las expectativas políticas iniciales, y a su
identificación última con modelos de dominación más tradicional. Lo que queda
claro es que el fin de ciclo marca importantes inflexiones, no sólo en lo
económico sino también en lo político, pues no es lo mismo hablar de nueva
izquierda latinoamericana que de populismos del siglo XXI. En el pasaje de una caracterización a otra,
algo importante se perdió, algo que evoca el abandono, la pérdida de la
dimensión emancipatoria de la política y la evolución hacia modelos de
dominación de corte más tradicional, basados en el culto al líder, su
identificación con el Estado, y la búsqueda o aspiración de perpetuarse en el
poder.
El nuevo período nos confronta con otro
escenario, cada vez más desprovisto de un lenguaje común. Por un lado, la
emergencia de una “nueva derecha” es todavía la excepción, antes que la regla.
Ahí donde hubo alternancia en el poder, se perciben continuidades y rupturas;
continuidades ligadas a la profundización de los extractivismos vigentes;
rupturas, vinculadas a la política de despojo de derechos sociales
conquistados. Estas continuidades y rupturas se dan en un marco que coloca cada
vez más en un tembladeral el respeto de libertades y derechos básicos de las
poblaciones más vulnerables. Se abre así un nuevo escenario a nivel global y
regional, más atomizado e imprevisible, que marca el final de ciclo del
progresismo como “lingua franca”; pero siempre atravesado por múltiples
protestas sociales; todo lo cual seguramente será el punto de partida para
pensar el postprogresismo que se viene.
Nota:
[1] Esta es una versión corta de un texto más
largo, presentado en la Jornada sobre Populismos, organizada por la Universidad
de Princeton, 07/4/217. El mismo retoma aspectos ya desarrollados en Debates
Latinoamericanos. Indianismo, Desarrollo, Dependencia y Populismo (Edhasa, 216)
y Del cambio de Epoca al fin de ciclo. Gobiernos progresistas, extractivismo y
movimientos sociales”, Buenos Aires, Edhasa, en prensa (junio de 2017).
Fuente: Sin Permiso