Atilio Borón
La dialéctica de la revolución y el
enfrentamiento de clases que la impulsa aproxima la crisis venezolana a su
inexorable desenlace. Las alternativas son dos y sólo dos: consolidación y
avance de la revolución o derrota de la revolución. La brutal ofensiva de la oposición -criminal por sus métodos y
sus propósitos antidemocráticos- encuentra en los gobiernos conservadores de la
región y en desprestigiados ex gobernantes figurones que inflan su pecho en
defensa de la “oposición democrática” en Venezuela y exigen al gobierno de
Maduro la inmediata liberación de los “presos políticos”. La canalla mediática
y "la embajada" hacen lo suyo y multiplican por mil estas mentiras.
Los criminales que incendian un hospital de niños forman parte de esa supuesta
legión de demócratas que luchan para deponer la “tiranía” de Maduro. También lo
son los terroristas -¿se los puede llamar de otro modo?- que incendian,
destruyen, saquean, agreden y matan con total impunidad (protegidos por las
policías de las 19 alcaldías opositoras, de las 335 que hay en el país). Si la
policía bolivariana -que no lleva armas de fuego desde los tiempos de Chávez-
los captura se produce una pasmosa mutación: la derecha y sus medios convierten
a esos delincuentes comunes en “presos políticos” y “combatientes por la
libertad”, como los que en El Salvador
asesinaron a Monseñor Oscar Arnulfo
Romero y a los jesuitas de la UCA; o como los “contras” que asolaron la
Nicaragua sandinista financiados por la operación “Irán-Contras” planeada y
ejecutada desde la Casa Blanca.
El modelo de transición que anhela la
contrarrevolución venezolana no es el "Pacto de la Moncloa" ni ningún
pacífico arreglo institucional sino la aplicación a rajatabla del modelo libio.
Resumiendo: lo que está sucediendo hoy en
Venezuela es que la contrarrevolución trata de tomar las calles –y lo ha
logrado en varios puntos del país- y producir, junto con el desabastecimiento
programado y la guerra económica el caos social que remate en una coyuntura de
disolución nacional y desencadene el desplome de la revolución
bolivariana. Reflexionando sobre el
curso de la revolución de 1848 en Francia Marx escribió unas líneas que, con
ciertos recaudos, bien podrían aplicarse a la Venezuela actual. En su célebre
El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte,
describía la situación en París diciendo que “en medio de esta confusión
indecible y estrepitosa de fusión, revisión, prórroga de poderes, Constitución,
conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución. el burgués,
jadeante, gritase como loco a su república parlamentaria: «¡Antes un final
terrible que un terror sin fin!»” Sería
imprudente no tomar estas palabras muy seriamente, porque eso es precisamente
lo que el imperio y sus secuaces tratan de hacer en Venezuela: lograr la
aceptación popular de “un final terrible” que ponga término a “un terror sin
fin.” A tal efecto Washington aplica la
misma receta administrada en tantos países: organizar la oposición y
convertirla en la semilla de la contrarrevolución, ofrecerle financiamiento, cobertura mediática y diplomática,
armas; inventar sus líderes, fijar la
agenda y reclutar a mercenarios y malvivientes de la peor calaña que hagan la
tarea sucia de "calentar la calle" matando, destruyendo, incendiando,
saqueando, mientras sus principales
dirigentes se fotografían con presidentes, ministros, el Secretario General de
la OEA y demás agentes del imperio. Esto mismo hicieron hace unos años con gran
éxito en Libia, en donde Washington y sus compinches inventaron los
“combatientes por la libertad” en Benghasi. La prensa hegemónica difundió esa
falsa noticia a los cuatro vientos y la OTAN hizo lo que hacía falta. El
resultado final: destrucción de Libia bombardeada a mansalva durante meses,
caída y linchamiento de Gadafi, entre las risotadas de una hiena llamada
Hillary Clinton. En Venezuela están
aplicando el mismo plan, con bandas armadas que destruyen y matan lo que sea
ante una policía poco menos que indefensa.
Por comparación, la ofensiva imperial lanzada
contra Salvador Allende en los años setentas fue un juego de niños al lado de
la inaudita ferocidad del ataque sobre Venezuela. No hubo en Chile una
oposición que contratara bandas criminales para ir por los barrios populares
disparando a mansalva para aterrorizar a la población; tampoco un gobierno de un país vecino que
apañara el contrabando y el paramilitarismo, y una prensa tan canalla y
efectiva como la actual, que hizo de la mentira su religión. Días pasados
publicaron la foto de un joven vestido con uniforme de combate y arrojando una
bomba molotov sobre un carro de policía y en el epígrafe se habla ¡de la
"represión" de las fuerzas de seguridad chavistas cuando eran éstas
las que eran reprimidas por los revoltosos!
Esa prensa proclama indignada que la represión cobró la vida de más de
treinta personas pero oculta aviesamente que la mayoría de los muertos son
chavistas y que por lo menos cinco de ellos policías bolivarianos ultimados por
los "combatientes por la libertad." Los incendios, saqueos y
asesinatos, la incitación y la comisión de actos sediciosos son publicitados
como la comprensible exaltación de un pueblo sometido a una monstruosa
dictadura que, curiosamente, deja que sus opositores entren y salgan del país a
voluntad, visiten a gobiernos amigos o a instituciones putrefactas como la OEA
para requerir que su país sea invadido por tropas enemigas, hagan periódicas
declaraciones a la prensa, convaliden la violencia desatada, se reúnan en una
farsa de Asamblea Nacional, dispongan de un fenomenal aparato mediático que
miente como jamás antes, vayan a terceros países a apoyar a candidatos de
extrema derecha en elecciones presidenciales sin que ninguno sea molestado por
las autoridades. ¡Curiosa dictadura la de Maduro! Todas estas protestas y sus
instigadores están encaminadas a un solo fin: garantizar el triunfo de la
contrarrevolución y restaurar el viejo orden pre-chavista mediante un caos
científicamente programado por gentes como Eugene Sharp y otros consultores de
la CIA que han escrito varios manuales de instrucción sobre como desestabilizar
gobiernos.[1]
El modelo de transición que anhela la
contrarrevolución venezolana no es el "Pacto de la Moncloa" ni ningún
pacífico arreglo institucional sino la aplicación a rajatabla del modelo libio.
Y, por supuesto, no tienen la menor intención de dialogar, por más concesiones
que se les haga. Pidieron una Constituyente y cuando se la otorgan acusan a
Maduro de fraguar un autogolpe de estado. Violan la legalidad institucional y
la prensa del imperio los exalta como si fueran la quintaesencia de la
democracia. No parece que la rehabilitación de Henrique Capriles o inclusive la
liberación de Leopoldo López podrían hacer que un sector de la oposición
admitiera sentarse en una mesa de diálogo político para salir de la crisis por
una vía pacífica porque la voz de mando la tiene el sector insurreccional. La
derecha y el imperio huelen sangre y van por más, y medidas apaciguadoras como
esas los envalentonaría aún más aunque admito que mi análisis podría estar
equivocado. Desde afuera, gentuzas como Luis Almagro que emergen cubiertos de
estiércol desde las cloacas del imperio orquestan una campaña internacional
contra el gobierno bolivariano. Y países que jamás tuvieron una constitución
democrática y surgida de una consulta popular en toda su historia, como Chile,
tienen la osadía de pretender dar lecciones de democracia a Venezuela, que
tiene una de las mejores constituciones del mundo y, además, aprobadas por un
referendo popular.
Maduro ofreció nada menos que convocar a una
Constituyente para evitar una guerra civil y la desintegración nacional. Si la
oposición confirmara en los próximos días su rechazo a ese gesto patriótico y
democrático el único camino que le quedará
abierto al gobierno será dejar de lado la excesiva e imprudente
tolerancia tenida con los agentes de la contrarrevolución y descargar sobre ellos todo el rigor de la
ley, sin concesión alguna. La oposición no violenta será respetada en tanto y
en cuanto opere dentro de las reglas del juego democrático y los marcos
establecidos por la Constitución; la otra, el ala insurreccional de la
oposición, deberá ser reprimida sin demora y sin clemencia. El gobierno
bolivariano tuvo una paciencia infinita ante los sediciosos, que en Estados Unidos
estarían presos desde el 2014 y algunos, Leopoldo López, por ejemplo, condenado
a cadena perpetua o a la pena capital. Su mayor pecado fue haber sido demasiado
tolerante y generoso con quienes sólo quieren la victoria de la
contrarrevolución a cualquier precio. Pero ese tiempo ya se acabó. La
inexorable dialéctica de la revolución establece, con la lógica implacable de
la ley de la gravedad, que ahora el gobierno debe reaccionar con toda la fuerza
del estado para impedir a tiempo la disolución del orden social, la caída en el
abismo de una cruenta guerra civil y la derrota de la revolución. Impedir ese
“final terrible” del que hablaba Marx antes del “terror sin fin.” Si el
gobierno bolivariano adopta este curso de acción podrá salvar la continuidad del
proceso iniciado por Chávez en 1999, sin preocuparse por la ensordecedora
gritería de la derecha y sus lenguaraces mediáticos que de todos modos ya hace
tiempo vienen aullando, mintiendo e insultando a la revolución y sus
protagonistas. Si, en cambio, titubeara y cayera en la imperdonable ilusión de
que a los violentos se los puede apaciguar con gestos patrióticos o rezando
siete Ave Marías, su futuro tiene el rostro de la derrota, con dos variantes.
Uno, un poco menos traumático, terminar como el Sandinismo, derrotado
“constitucionalmente” en las urnas en 1989. Sólo que Venezuela está asentada
sobre un inmenso mar de petróleo y Nicaragua no, y por eso hay que desterrar el
espejismo de que si los sandinistas volvieron al gobierno los chavistas podrían
hacer lo propio, diez o quince años después de una eventual derrota. ¡No! El
triunfo de la contrarrevolución convertiría de hecho a Venezuela en el estado
número 51 de la Unión Americana, y si Washington durante más de un siglo ha
demostrado no estar dispuesto a abandonar a Puerto Rico ni en mil años se iría
de Venezuela una vez que sus peones
derroten al chavismo y se apoderen de este país y su inmensa reserva
petrolera. La revolución bolivariana es social y política y, a no olvidarlo,
una lucha de liberación nacional. La derrota de la revolución se traduciría en
la anexión informal de Venezuela a Estados Unidos. La segunda variante de una
posible derrota configuraría el peor escenario. Incapaz de contener a los
violentos y de restablecer el orden y una cierta normalidad económica una
insurrección violenta aplicaría el modelo libio para acabar con la revolución
bolivariana. No olvidar que ahora la número dos del Comando Sur es nada menos
que un personaje tan siniestro e inescrupuloso como Liliana Ayalde, quien fuera embajadora de Estados Unidos en
Paraguay y Brasil y que en ambos países fue la artífice fundamental de sendos
golpes de estado. Una mujer de armas tomar a quien no le temblaría la mano a la
hora de lanzar las fuerzas del Comando Sur contra Venezuela, derribar su
gobierno y, como en Libia, hacer que una turbamulta organizada por la CIA
termine con el linchamiento de Maduro como sucediera con Gadafi, y el
exterminio físico de la plana mayor de la revolución. La dirigencia
bolivariana, la obra de Chávez y la causa de la emancipación latinoamericana no
merecen ninguno de estos dos desenlaces, ninguno de los cuales es inevitable si
se relanza la revolución y se aplasta sin miramientos a las fuerzas de la
contrarrevolución.
Leer libro De la Dictadura a la Democracia. Gentileza Utophia
[1] El más completo de esos infames manuales escrito por Eugene Sharp es De la Dictadura a la Democracia publicado en Boston por la Albert Einstein Institution, una ONG pantalla de la CIA. Sharp se considera el creador de la teoría de la “no violencia estratégica”. Para comprender lo que significa esto, y para comprender también lo que está ocurriendo hoy en Venezuela, aconsejo fervientemente leer ese libro y sobre todo el Apéndice, en donde su autor enumera 197 métodos de acción no violentas, entre los que se incluyen “forzar bloqueos económicos”, “falsificar dinero y documentos”, “ocupaciones e invasiones”, etcétera. Todas acciones “no violentas”, como puede verse.
[1] El más completo de esos infames manuales escrito por Eugene Sharp es De la Dictadura a la Democracia publicado en Boston por la Albert Einstein Institution, una ONG pantalla de la CIA. Sharp se considera el creador de la teoría de la “no violencia estratégica”. Para comprender lo que significa esto, y para comprender también lo que está ocurriendo hoy en Venezuela, aconsejo fervientemente leer ese libro y sobre todo el Apéndice, en donde su autor enumera 197 métodos de acción no violentas, entre los que se incluyen “forzar bloqueos económicos”, “falsificar dinero y documentos”, “ocupaciones e invasiones”, etcétera. Todas acciones “no violentas”, como puede verse.