Por Juan Alonso.- 19 de Julio de 2017
Rafael Ianover murió este fin de semana. Tenía
92 años y una vida honesta. Fue junto a Lidia Papaleo, uno de los testigos
claves en la causa sobre la apropiación de Papel Prensa. Se marchó sin ver
Justicia. Tuvo que presenciar antes cómo se orquestó la despedida de Ernestina
Herrera de Noble: la flamante Victoria Ocampo de esta comparsa cínica de la
ruindad.
Ianover dejó dos hijos mellizos, que lo
recuerdan con esa bruma de amor aparecida en la ausencia de las largas noches
de insomnio. Porque en las noches se les presenta el color de su voz
transparente, su oratoria delicada y contundente; el renacimiento de las cosas
a través de los espejos y la luz. Su destello.
Ianover no sucumbió ante el poder omnipresente
del Grupo Clarín y la presión mediática de los lacayos de la oligarquía. Una
casta que él conocía muy bien desde que fuera ejecutivo de la Junta Nacional de
Granos, y un familiar de José Alfredo Martínez de Hoz comenzó a hilvanar el
despojo del antiguo emporio económico de los Graiver.
Pronto se destacó entre seis hermanos y formó
una familia con su esposa Mimí, que murió antes que él, producto de una
enfermedad degenerativa y ese pertinaz dolor que le produjo haber perdido casi
todo desde que la dictadura se ocupó de ellos como chivos expiatorios de una
cacería de judíos.
La Argentina de 2017 se parece a la de 1930 y a
la 1976. El mismo modelo agro-exportador, los mismos apellidos, la persecución
orquestada desde el Estado, la criminalización de la pobreza, y la cárcel para
los opositores de este modelo. Sobran 20 millones de argentinos. Ianover murió
lúcido pensando en estas cosas.
Luchó desde el 12 de abril de 1977, cuando una
patota militar lo fue a buscar a sus oficinas de la Avenida Leandro Alem y casi
secuestra a su hijo, Alejandro, quien por entonces estudiaba en el Colegio
Nacional Buenos Aires. Lo tuvieron 16 meses secuestrado y pasó un año con
“libertad vigilada”. Pero el escarnio fue más lejos: el Estado represor lo
mantuvo a disposición del Poder Ejecutivo hasta el regreso de la democracia en
1983, a pesar de no tener ninguna causa condenatoria, y habiendo sido
sobreseído por el Consejo de Guerra de la dictadura. No pudo hacer uso de sus
bienes y tenía prohibido salir del país. Aun sin trabajo, no desesperó.
Al regresar a su oficina ya no estaba su
apellido en el cartel. Su empresa ya no era su empresa y su nombre era
considerado una maldita peste. Mimí, comenzaba a masticar el rencor por algunos
amigos y familiares que le dieron la espalda. Desde entonces y hasta su muerte,
se mudó cinco veces, siempre para peor, al borde del abismo, en las cornisas,
buscando una salida en el medio del páramo. Nunca logró recuperarse. Su hijo
Alejandro comenzó a amasar un temor singular sobre Argentina. Vivió cuatro años
en Israel y otros seis en España. Tuvo pánico. Padeció la incertidumbre y forjó
su carrera de actor contra la tempestad de una familia que se descomponía. A Mimí,
su mamá, Alejandro le leyó un libro por año. Una novela para contener la
memoria. Un libro para vencer el olvido. Como sanación, remedio, como un ancla
que pusiese capturar la felicidad en una cápsula. Pero Mimí se fue. Y también
Rafael. Ahora el mundo es menos ancho y el horizonte naranja se torna oscuro.
Hace frío esta tarde. El viento sopla y mañana el sol será un tenue alivio. El
tiempo es una invención de mutantes, de robots maniáticos, de falsos médicos,
de suero sin destino.
Voy al encuentro del recuerdo de las palabras de
Ianover en aquella entrevista que le hicimos con Cynthia Ottaviano el 22 de
agosto de 2010 para Tiempo Argentino. Busco el archivo. ¿Archivo para qué cosa?
Y leo: “Cuando yo firmé en las oficinas de La Nación, el 2 de noviembre de
1976, lo hice aterrorizado y presionado. Ya había muerto David Graiver en
México, y todos esperábamos lo peor. El entonces dueño de La Razón, Manuel
Peralta Ramos, me prometió que no me iba a pasar nada, porque nosotros sabíamos
que todos los días se llevaban gente –rememora Ianover–, incluso un grupo de
tareas había entrado a mi casa cuando estábamos cenando. Mis hijos en ese
momento tenían 17 años. Revisaron los placares y nos hicieron firmar un
documento como que no faltaba nada, pero en realidad se llevaron algunas cosas
de valor del departamento”.
Ianover conoció al dueño de Papel Prensa, el
financista David Graiver, a través de su hermano Isidoro, casado con una prima
hermana de su esposa. “Yo en esa época estaba muy bien económicamente, era
corredor de cereales desde 1958. Pero el proyecto de Papel Prensa era
apasionante y cometí el gravísimo error de aceptar el puesto de vicepresidente
de la empresa. Las consecuencias fueron tremendas, por el daño moral y
económico que me infligieron”.
Ya es de noche. Fue el día más frío del año. La
memoria lanza palabras porosas. Frases inconexas de un pentagrama con
demasiadas tumbas y muy pocos héroes. Camino y pienso que desde algún lugar del
infinito Rafael sale al encuentro con su impronta de ternura.